domingo, 23 de septiembre de 2012

DOMINGO XXV TIEMPO ORDINARIO



La Primera lectura de la Misa nos presenta una enseñanza acerca de los padecimientos de los hijos de Dios injustamente perseguidos a causa de su honradez y santidad.

Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra conducta errada; declara que conoce a Dios y se da el nombre de hijo de Dios; es un reproche constante para nuestra vida; lo someteremos a la afrenta y a la tortura para comprobar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él. Estas palabras, escritas siglos antes de la llegada de Cristo, las aplica hoy la liturgia al justo por excelencia, a Jesús, Hijo Unigénito de Dios, condenado a una muerte ignominiosa después de padecer todas las afrentas.

“Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Ser servidor de todos es la misión que el Hijo de Dios abrazó, convirtiéndose en “siervo” sufriente del Padre por la redención del mundo. Jesús ilustra con un gesto admirable el significado que quiere dar a la palabra “siervo”: y a los discípulos preocupados por saber “quién era el más importante”, les enseña que es necesario ponerse en el último lugar, al servicio de los más pequeños.

Acoger a un niño podía significar, especialmente en aquel tiempo, dedicarse a las personas de menor consideración; preocuparse con profunda estima, con corazón fraterno y con amor, de aquellos a quienes el mundo no tiene en cuenta y la sociedad margina.

Así Jesús revela el modelo de los que sirven a los más pequeños y a los más pobres. Se identifica con el que está en el último nivel de la sociedad, se oculta en el corazón del humilde, del que sufre, del abandonado, y por eso afirma: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí”.


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